Estuve en el banco, confieso que ya no lo hago muy a menudo porque, después de muchos intentos, creo que estoy familiarizada con los pagos desde internet. Era mediodía y muchísima gente hacía fila para llegar a la ventanilla. Cuando estamos a la espera y de pie, parece que el tiempo pasa más lento, y aunque charlemos de vez en cuando con el de adelante o el de atrás, hay una especie de aburrimiento crónico.
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No creo que exista una sola persona en el mundo a la que le guste hace una fila eterna para tener que entregar todo el dinero que tiene, porque hay que pagar alguna obligación. Lo cierto es que ya se sentía el murmullo, hasta que alguien dijo en voz alta: “Bueno, ¿dónde están los cajeros? Somos muchos y esto no avanza”, en minutos, la directora de la oficina hizo un par de llamadas y nos pidió calma.
En la fila preferencial estaba una señora de edad y aunque tenía el siguiente turno, el cajero le dio prioridad al que estaba en la fila general. Como la señora ya había dado un paso hacia la ventanilla, el buen hombre dejó que ella pasara. Eso hizo que el tipo que estaba detrás del señor se enfureciera y le reclamara, tanto fue su enfado que le decía que qué le pasaba, que diera permiso, se quitara y mejor lo dejara pasar a él, que tenía una hora haciendo la fila como para que él le hiciera eso.
El buen samaritano no podía creer lo que escuchaba, lo estaban insultando solo por dejar pasar a una persona, pero ante la rabia de su vecino prefirió guardar silencio. Segundos después quiso aclarar que su decisión tuvo que ver con la edad de la persona y que él también llevaba tiempo esperando, pero que por favor se calmara. Eso hizo que el otro explotara, no había ninguna razón que justificara el dejar pasar a alguien antes que a él. Yo solo observaba, traté de mediar, pero a mí también me insultaron. Me puse a pensar en todo el estrés de esta persona, en el mal día que estaba pasando, en las presiones que tendría para hacer la diligencia lo más rápido posible. Pensaba también en el buen hombre que tuvo buena intención con sus actos y que no respondió a los insultos con otros insultos.
Al final cada uno llegó donde quería llegar y, con toda seguridad, otra enseñanza quedó para todos: no podemos tirar leña al fuego, no podemos responder a una agresión con otra, porque no es necesario, porque podemos provocar una pelea y porque, ese que actúa mal está muy equivocado y no es consciente de eso. Más allá de juzgarlo, es mejor ayudarle a calmarse, enseñarle que así no resolverá nunca nada y permitir que todo siga en armonía. El mejor remedio para un ser agresivo es darle calma, de eso también se trata la paz.
¡Feliz fin de semana!
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.