Que llueva… que llueva

Por: Andrés Ospina, escritor y realizador de radio/ @elblogotazo

Hubo tiempos en los que nuestra capital se enorgullecía de su temperamento oscuro, de su sol esquivo y de las raciones navegables de lluvia que circulaban por calles y plazas. La ciudad, dama solemne y elegante, acostumbraba vestirse de gris para las postales, y era así como prefería recibir a los visitantes, pues bien entendía que tales tonalidades resaltaban sus formas señoriales.

Los bogotanos eran, también, seres opacos. Lucían ternos, sombreros Stetson, viseras Barbisio y ‘fluxes’. Se cubrían con sobretodos marca Mansher (nombre resultante de invertir las sílabas del apellido de su fabricante, un tal señor Sherman). Se protegían las extremidades superiores con guantes en cuero y las inferiores con zapatones de caucho. Paseaban su humanidad, triste y homogénea, por la Calle Real, sin lamentarse de vivir en una zona sin costas.

La lluvia era una bendición. Los místicos aguardaban por el ‘cordonazo de San Francisco’, concepto resultante de la creencia popular de que, a cada tanto, dicho beato se aflojaba la soga anudada a su cinto para que el agua circulara. Las tormentas permitían que los desechos infectos que circulaban por los canales descubiertos en eras previas al acueducto descendieran hasta tierras bajas, para desterrar los aromas pestilentes que caracterizaban estos predios, sin regaderas ni alcantarillas.

No sé si este cuadro legendario corresponda a los hechos. Pero quiero pensar que sí. Dicen quienes anduvieron por aquí a comienzos del siglo XX que así éramos, antes de que el bochorno (con el patrocinio del efecto invernadero) comenzara a establecer su reino por sobre la sabana. Y de ese lamentable día en que el vallenato y sus acordeones hubieron de erigirse como soberanos a lo largo de estos dominios, antaño reservados a foxtrots, contradanzas, pasillos, bandolas, tiples y bambucos.

De golpe (hará no muchos años) a algún funcionario de la Alcaldía se le ocurrió saturarnos de mentiras multicolores y soleadas, e inventarse un absurdo ‘Festival de Verano’, perfecto desatino dentro del perímetro urbano de una tierra fría y sin estaciones.

Levantaron playas artificiales de temporada con arena marina. El Parque Nacional y el Simón Bolívar dejaron de ser esos solariegos remansos en donde íbamos a consumir salpicón al clima y a practicar inofensiva gimnasia, para abrir sus puertas a parejas armadas de chingue, Hawaian Tropic y piña colada, convencidas de habitar una Miami Beach suramericana. Tengo la impresión de que a ello contribuyó la horrorosa fachada del Atlantis Plaza, lugar al que, lo admito, suelo ir.

Hoy, gracias a Chibchacum (dios muisca de las tormentas) tales tiempos han vuelto. Por estas fechas el firmamento está bañándonos con cantidades hectolítricas de agua.

Abundan los paraguas. Luctuosos como las alas de un murciélago. En las noches la Avenida Jiménez (locación preferida por los creativos publicitarios, empeñados en que Bogotá se asemeje a Londres o Buenos Aires) es Ciudad Gótica.  Y consultamos los pronósticos del Ideam (como años atrás lo hiciéramos con Max Henríquez y con el difunto Himat) cual si fueran el oráculo de este 2012, pues no podemos esperar más para que el mundo se acabe.

La lluvia es burlona. ¿Se han dado cuenta de cómo nuestra ciudad, que jamás ha sido destino apetecible para turistas extranjeros, empieza a llenarse de norteamericanos y europeos?

Una vez aquí, chaparrones, chubascos y chiflones espantan a los embajadores de esa estirpe de ilusos viajeros, variables teutonas de los chancleteros de Melgar, quienes enceguecidos por la quimera del trópico imaginan a Bogotá como una segunda Ciudad de Panamá y abastecen sus valijas con bermudas, sandalias, franelas y gorras de explorador, ungidos con repelente, tan sólo para venir a resfriarse.

Vendedores emergen, de no sé dónde, aprovisionados con su inventario de paraguas (de gama baja, media y alta). Algo parecido hacen los de impermeables, apostados a la entrada de El Campín, aprovechando el miedo a mojarse compartido por quienes temen al catarro y al posmoderno ‘frizz’ capilar.

No hay momento del año (aparte de la temporada decembrina) en el que la pugna voraz por el transporte público se haga tan cruel como en este. Los choferes se hinchan de altivez, propiciada por la ley de la oferta y la demanda, y se transforman en exponentes de la usura.

¿Han intentado abordar un taxi en Bogotá durante una tormenta? Es más fácil encontrar una edición hebrea de ‘Mein Kampf’ en alguna librería de Jerusalén. Saltar desde el andén hasta el vehículo también constituye una proeza acrobática.

Con todo y eso, prefiero el invierno. Porque eso hace a Bogotá más Bogotá y menos Miami. Así pues… mientras la vida no se extinga. Mientras San Francisco perdone a quienes viven en vecindarios amenazadas por la inundación. Mientras aquellos que habitan las calles encuentren resguardo.

Mientras las aguas no sean más que una caricia benigna proveniente de las manos generosas de Bochica… ¡que siga el aguacero!
 

Tags

Lo Último


Te recomendamos