Una de las primeras imágenes que quienes llegan a Mocoa ven de la tragedia que vive esta ciudad es la de una multitud que espera pacientemente a las puertas de un cementerio información sobre familiares y amigos fallecidos en la avalancha que dejó más de 200 muertos.
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El cementerio antiguo, como lo llaman, es paso obligado de quienes llegan a Mocoa, capital del departamento del Putumayo, por la carretera que une a la ciudad con la vecina localidad de Villagarzón, donde está el aeropuerto que la comunica por vía aérea con Bogotá.
Como la morgue de Mocoa está saturada de cadáveres, las autoridades han trasladado a muchos de los fallecidos, envueltos en bolsa plásticas blancas, hasta el viejo cementerio donde esperan identificarlos y entregarlos a sus familiares.
La multitud, de unas cien personas, espera a las puertas del camposanto en la más absoluta tranquilidad, como si estuvieran acostumbrados a la tragedia, para saber si a quienes buscan están entre los muertos o entre los desaparecidos, cuyo número no se ha establecido.
Según datos de la Unidad Nacional de Riesgo de Desastres (UNGRD), de los 200 fallecidos ya confirmados oficialmente por la avalancha del río Mocoa y sus afluentes Sangoyaco y Mulato, 54 han sido identificados plenamente.
Miembros de la Policía controlan la entrada de los dolientes y no permiten que la prensa se acerque demasiado por motivos de seguridad y de higiene, pues el olor fétido de la muerte se siente por momentos en medio del calor de la mañana según la dirección en la corra el viento.
Según relata a Efe el enfermero Cristóbal López, voluntario de la Defensa Civil, la noche del viernes, cuando el diluvio que cayó en la zona de Mocoa, ciudad de unos 45.000 habitantes, precipitó la tragedia, lo primero que hizo fue auxiliar a su familia y enseguida correr a ayudar a los demás.
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«Esto era muy crítico, vivir la experiencia fue muy duro. Observar cómo los árboles desaparecían como si fueran hechos de papel, todo se venía encima», recuerda. López cuenta que «las primeras horas fueron muy duras» pues todo el mundo corría despavorido, «sin mirar la avalancha», y «la gente, los carros desaparecían en el agua, y algunos pudieron salir (de la riada), pero otras personas no».
«Se escuchaban gritos de todos lados, algunos te reconocían y decían,’vea mi familia está perdida, no sé donde está'», afirma. La magnitud de la tragedia se percibe también nada más llegar al pequeño aeropuerto de Villagarzón, que solo recibe vuelos comerciales de la aerolínea estatal Satena y de aviones y helicópteros militares, y hoy es un hervidero de distintas aeronaves de las Fuerzas Armadas que llegan con socorristas, funcionarios del Gobierno, periodistas y toneladas de ayuda humanitaria.
Toda la actividad se centra en ayuda para los damnificados por la avalancha precipitada por el fuerte aguacero que cayó en la zona el viernes por la noche, y los aviones que llegan con alimentos y medicinas se regresan con heridos.
En la carretera que conduce del aeródromo hacia Mocoa también hay un movimiento inusual de todo tipo de vehículos que trabajan en la emergencia. Por esta carretera de doble sentido hay un tráfico continuo de vehículos de emergencia, de bomberos de ambulancias y equipos de rescate pues por ser la que comunica con el aeropuerto, es la principal vía de comunicación de Mocoa con el resto del país.
En medio de la devastación que se observa por donde quiera que se mire, hay quienes dan una muestra de entereza en medio de la tragedia, como José Noel Marcasú, propietario de una ferretería que lo perdió todo aunque salvó su vida porque a la hora de la avalancha, por ser de noche, estaba en su casa en otro sector de Mocoa.
«Esto fue un desastre total, con la gente corriendo de un lado para otro y el río corría por la calles», relata. Marcasú muestra el local donde funcionaba la ferretería y dice que sólo le quedó «lo que dejó el agua». «Como lo puede ver, el local quedó totalmente destruido; son cosas de la naturaleza, pero mientras uno esté con vida se puede a salir adelante nuevamente», agrega con una entereza envidiable.