Bogotá

Sobreviviendo entre los desechos de Corabastos

Desde hace años, muchos colombianos que viven en la capital se levantan a rebuscar alimento entre lo que sobra del ‘paraíso de la comida’.

Son las dos de la tarde. El olor a podrido de la comida se hace cada vez más fuerte luego de reposar bajo el sol por más de siete horas. Antes, a las nueve de la mañana, y sin importarles el nauseabundo contendor lleno de tomates que se mezcla con algún alimento descompuesto, Cielo y Ana* buscan en el fondo qué se puede rescatar y llevar a casa para comer. “Esto es humillante, no quiero que nadie sepa que hago esto, pero no hay trabajo y yo tengo ocho hijos que mantener”, cuenta Cielo, quien llegó desde el Carmen de Bolívar por la difícil situación. Rescataron ocho tomates, “sirven para un guiso y una ensalada”, comenta Ana mientras los mira con asco.

Cerca al mismo contenedor está Luisa, recicladora y “rebuscadora” como ella misma se nombra. Lleva una bolsa llena de limones pintones, nadie creería que ya no pasan la prueba en Corabastos. Luisa se quedó con ellos, se los regalaron. “Yo no me como nada de lo que hay en esos contenderos, me da asco y la comida con solo entrar ahí ya está contaminada. Prefiero buscar quién me regala algo; por estos limones por ahí me dan tres mil pesos, los voy a lavar y los empaco en una bolsa y con eso me hago lo del día. Después me voy a reciclar”, comentó.

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En Corabastos, al sur de la ciudad, es el reflejo de la desigualdad, pero al mismo tiempo de la abundancia que goza un país como este. Bodegas llenas y coteros que desde las 3:00 a.m. descargan lo que se venderá durante el día, son la fiel muestra del colombiano trabajador; y los que rebuscan el alimento, son el reflejo de la necesidad de sobrevivir en medio de lo que desechan los demás.

Los contenedores no discriminan edad. Se ven niños pequeños y abuelos que tienen que mantener hogares y buscar en las sobras unas hojas de lechuga, fresas, cebollín, limones, mangos… lo que se encuentre. “Nunca botan papa, yuca, plátano, eso es más difícil de encontrar”, comenta Mireya quien por más de diez años ha venido a Corabastos a recolectar comida.

Los perros callejeros también buscan qué comer en medio del barro y la comida que cae el suelo contaminada, orinada por ellos mismos y pisada por quienes transitan sin camisa y con un bulto al hombro gritando “¡Permiso, permiso, ahí van los plátanos!”

Diez de la mañana

El fuerte olor de un contenedor lleno de cebolla y cebollín parece no importarle a una mujer que huye cuando me ve; me da mareo acercarme por la hediondez. Muchas de las personas que van a Corabastos sacan de lo que sobra, lavan los alimentos que recogen y ponen un puesto improvisado. Allí hay papaya, melón, mango, mora, champiñones… lo que encuentren. Lo máximo que piden por una de estas frutas, que se deben vender antes de entrar en descomposición, son 3000 pesos.

Desde las diez de la mañana caminar por Corabastos se hace más pesado. No solo entra por la putrefacción de lo que botan, también por el olor de las cocinas portátiles que se levantan frente a cada bodega. Sopas, huevos con arepa, sancochos… el panorama no es el más higiénico, pero cuando se trata de comer, no importa.

El resto es desolador. En la parte de la plaza, donde venden las frutas y las verduras, se ven personas durmiendo encima de carretas o sobre bolsas de plástico que hacen de camas  improvisadas y muchos recostados en las paredes ‘tumbados’ por el cansancio. La suciedad inunda las aceras, los contenedores están a reventar, pero aún así hay que seguir buscando.

Doce del medio día

Jorge no viene por comida, viene por las bolsas de plástico y los costales que recoge luego de que son desocupados por sus dueños. “Siempre vengo y busco por lo menos para que me den 3000 pesos cuando los vendo”, comenta mientras recoge un costal y lo sacude con fuerza para quitarle la tierra que quedó de las papas.

Sus hijos estudian, vive en Sierra Morena y por más de siete años ha reciclado en Corabastos; posa para la foto, no le da pena su trabajo “porque esto es lo que me da de comer y desde que sea honesto no importa”, aclara. Como Jorge hay más personas que van reciclar. Por un kilo de plástico les pueden pagar máximo 700 pesos y si están de buenas hacen 8000 con otras ayudas, eso sirve para el diario.  

En la casa de Luis, de 72 años, no hay lujos, vive en un ‘cambuche’ con algunos de sus hijos y nietos. Como no puede trabajar va a Corabastos a recoger comida a eso de las once de la mañana, no se mete a los contenedores, busca en lo que está por encima y lleva lo que esté bueno. “Lo lavo bien y con eso comemos. Lo que son granos y otras cosas en la tienda del barrio, pero no alcanza para todo”, comenta mientras se aleja de la cámara. “No me tome fotos por favor. Mis vecinos se dan cuenta y empiezan a hablar de mí”.

Aunque sin importarles el olor de los contenedores, cada vez que ‘nadan’ en ellos para encontrar su comida, todos aseguran que si tuvieran trabajo o una mejor entrada no lo harían. “Esto es humillante señorita, no robamos a nadie, pero es muy maluco buscar entre esos contenedores donde botan de todo”, enfatizó Luis.

Una de la tarde

Los tomates son los más apetecidos en Corabastos, son los que más botan también. Juan Manuel es un habitante de calle, bien vestido porque le gusta dar buena impresión y de vez en cuando vive con su hermana, “pero ella no me deja gratis, me toca ayudar”, comenta.

Disimuladamente toma un periódico y busca los tomates buenos, los limpia y los pone en un canasto. “Estos los vendo y con la plata almuerzo o como. Si no los vendo, son mi comida porque ni modo”.

Juan Manuel fue profesor, pero lo dejó porque no le pagaban bien, “ahora me dedico a reciclar y me va mejor; o vengo acá a abastos y ayudo en lo que salga. Yo pienso que uno debe tener humildad ante todo, ser buena persona, hacer las cosas bien, el resto no importa”, aclara mientras nos da su lección de vida: “estudien y salgan adelante, pongan un negocio propio para que no tengan que venir a recoger tomates”.

*Por petición de los entrevistados los nombres han sido cambiados.

 

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