No soy supersticiosa ni religiosa, pero cuando tuve aquel incidente con mis ekekos, hace casi un año, pensé "esto es mal augurio", casi como acto reflejo.
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Yo había comprado estos hombrecitos sonrientes de arcilla, de unos cinco centímetros de altura, para poner en mi habitación algo que me recordara a mi país, Perú.
Muchas familias peruanas tienen un ekeko en casa y su imagen suele aparecer en boletos de lotería.
Las figuritas que adquirí venían, como todos los ekekos, con los brazos abiertos y cargados de réplicas de billetes y alimentos en miniatura que les tapaban casi todo el cuerpo.
El peso de los productos los jalaba hacia adelante, pero se suponía que esa carga no debía ser un problema.
Al contrario. Los ekekos son amuletos para atraer prosperidad y abundancia, según una creencia del Altiplano (meseta alrededor del lago Titicaca que comparten Perú y Bolivia).
Así que cuanto más cargado el Ekeko, mayor es la promesa de riqueza para su dueño.
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Pero según la costumbre, el propietario tiene que "engreír" al muñeco, con una serie de rituales.
De lo contrario, la tradición advierte que el Ekeko podría vengarse por descuidarlo o por hacer lo que hice yo con los míos.
Dios del agua y la lluvia
La razón del resentimiento que se le atribuye puede ser que el origen del culto al Ekeko se remonta a una época en la que los humanos debían ofrecer sacrificios a los dioses para mantenerlos contentos.
Los antiguos aimaras, asociados con Tiahuanaco (civilización altiplánica que vivió su apogeo entre los 500 y 900 d.C.), adoraban a Tunupa, dios del agua del fuego, y organizador del mundo, cuenta Milton Eyzaguirre, jefe de Extensión del Museo Nacional de Etnografía y Folklore (Musef) de Bolivia, a BBC Mundo.
Esta deidad era la encargada de que lloviera en el periodo de siembra, para asegurar una buena cosecha.