Matt Merry no conserva en su memoria las palabras exactas que utilizó su madre para decirle que tenía VIH.
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Solo recuerda que no supo cómo reaccionar. Al menos no en un primer momento, delante de su madre.
Lo había sentado a la mesa en la sala de su casa en Rugby, Inglaterra, para darle la noticia. Matt tenía entonces 12 años.
Vivía con el virus desde hacía cuatro, le explicó su madre.
Se había contagiado por una inyección que le habían puesto para tratar su hemofilia, una enfermedad de la sangre que le diagnosticaron a los pocos años de nacer.
Era 1986 y estábamos en plena epidemia del sida, y un diagnóstico con de VIH se recibía igual que una sentencia de muerte.
Una vez que aparecieran los primeros signos de infección, probablemente viviría durante dos años más, le dijeron entonces los médicos a sus padres.
Aquella noche, acostado en la cama y con las luces apagadas, el adormecimiento que había sentido durante todo el día empezó a desvanecerse y Matt empezó a sentir el peso de lo que le acababan de contar.