Mi hermana estaba en su luna de miel en Sudáfrica cuando mi bebé nació.
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Pasarían casi dos semanas antes de que regresara a casa y tenía un miedo abrumador de que mi bebé muriera antes de que ella llegara a conocerlo.
En mi mente, en las siguientes semanas y meses, mi bebé hermoso moriría mil muertes.
Y eso, pese a tener un historial de salud impecable.
Quizás ya te habrás dado cuenta de que no me encontraba bien. Pero a mí me tomó un poco más de tiempo darme cuenta.
Tuve un embarazo sin complicaciones, aunque conté con el seguimiento de la unidad de embarazos de alto riesgo del Hospital de Chelsea y Westminster en Londres.
Cuando tenía 21 años, me sometí a una operación cardiaca, pero a estas alturas mi corazón estaba bien y habían pasado años desde que vi por última vez al cardiólogo.
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En el primer trimestre de mi embarazo, me convertí en el libro de texto sobre lo que es una futura madre radiante: estaba llena de emoción y admiración por la vida que crecía dentro de mí.
Pero a medida de que me aproximaba al escáner de la semana número 18 empecé a sentirme ansiosa.
Leí un folleto sobre los potenciales problemas de salud que podían ser detectados en ese examen y lloré de terror.
Pero lo superamos sin nada de qué preocuparnos.
El bebé también pasó la ecografía de corazón fetal, un requerimiento por mis problemas cardiacos congénitos.
Pero aun así no podía sacudirme esa sensación de presagiar algo malo.
Bombardeo de pensamientos
A medida de que mi fecha de parto se acercaba, mi atención se centró en el parto y sentí un bombardeo de pensamientos indeseados sobre insuficiencia cardíaca repentina, sobre el cordón umbilical enredado alrededor del cuello del bebé, incluso el nacimiento de un niño muerto.