Hasta mis 25 viví entre cassettes de audio. Por ello aún extraño su ausencia en sus tres y muy diferenciables vertientes… vírgenes, originales y piratas. Desde los Maxell de etiqueta amarilla, hasta los TDK y Pioneer. Desde los Sony rojos de 60 minutos, hasta los verdes de 90. Desde los Scotch metálicos y los BASF de óxido de cromo, hasta los Sankey de droguería.
PUBLICIDAD
Desde los ‘de verdad’ –vendidos en Discorama, Bambuco, Disco Club o Prodiscos– hasta los Morgan Records de mercado de pulgas, identificados mediante textos de reglas de letras, con artistas tan disímiles como Motörhead, León Gieco, Pablus Gallinazo, Luna Verde, Violent Femmes o Serú Girán. Leyendas tipo La Pestilencia o Iván y Lucía se hicieron a fuerza de tales trabajos, replicados por técnica artesanal en reproductores “de doble cassettera”.
Los virginales incluían rótulos autoadhesivos, con distintivos y números. Al marcarlos, los títulos de canciones escritos con tinta solían borronearse del cartón destinado a tales fines, donde casi nunca cabían. Parte del ritual implicaba decorar cajas y carcasas, actividad usualmente llevada a cabo por condiscípulas o compañeros con delirios tempranos de diseñadores gráficos, armados de micropuntas, máquinas de escribir o Liquid Paper.
Recomendados
Gustavo Petro se desmarca de escándalo de corrupción que salpicó al presidente del Congreso
“Qué asqueroso manoseo de la palabra ‘cambio’”: Claudia López, furiosa con el Gobierno Petro
¿Le gustarían estos nombres para sus hijos? Estos son los nombres más lindos en Colombia, según la IA
Era preciso aguardar con la pausa y el record engatillados y el radio bien sintonizado, prestos a que arrancara aquella codiciada pieza, rogando a Orfeo que el disc-jockey no incurriera en la herejía de pisar ‘el tema’ y así registrarlo bien. Por estos hice llevaderos innumerables paseos familiares o escolares tediosos, ya fuera gracias a la vía del walkman megabass y auto-reversible, de la grabadora Silver o del pasacintas del autobús o automóvil.
La versatilidad de los cassettes era admirable. Uno podía hacer compilaciones, omitir cortes, creerse locutor, dar un orden peculiar a las pistas e incurrir en la ridiculez de inmortalizar la voz propia entre una y otra, si se trataba de una dedicatoria, indignidad romántica en la que muchos caímos. Además, sirvieron como herramienta de reporteros, perpetuaron somníferos discursos, albergaron demos y serenatas inaudibles, fueron insumo de contestadores automáticos, propiciaron intercambios generosos –aunque no faltara el tacañete que cobraba por las copias– y enseñaron inglés y autosuperación.
También tocaron nuestro diccionario… Una amnesia por intoxicación alcohólica o ‘escopolamínica’ es “una borrada de cassette”. Antes del posmoderno “cámbiate el chip” bastaba con quitarse “ese cassette”. Los hubo célebres… Como los sonados ‘narcocassettes’ de Pastrana o aquellos que utilizaba Pacheco en su ‘Caiga en la nota’ de Compre la orquesta, bajo el arbitrio del doctor Don Mauricio.
A diferencia de los embelecos actuales, un viejo cassette era noble y toleraba múltiples refacciones. Si se ‘destemplaba’ o reventaba, bastaba destornillador, cinta adhesiva y algo de tino. Era cuestión de rellenar sus pestañas removibles con papel toilette para “grabar encima”. O de quitarlas, para protegerlo.
Y sí… Celebro la democratización del audio, los milagros de la compresión y las posibilidades que el ámbito digital ha abierto al registro sonoro de alta fidelidad. Pero aun así sigo creyendo que algo perdimos cuando los posmodernos ‘minicomponentes’ comenzaron a prescindir del soporte en mención. Y por lo mismo aún queda un rincón de mi domicilio destinado a estos insumos museográficos, testimonios de una era dejada a su magnetofónica custodia. Y seguro un día de estos me encontrarán oyéndolos. ¿Me acompañan?
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.